Éramos dos y éramos sordos por esa sordera que se acumula cuando hay tanto por no-decir. Quietos de cuerpo y vestidos de pequeños tics que se leen como rechazo pero son señales de las que dicen tanto por tan poco, en esa sutil danza de casi nada, estábamos sumergidos ahora.
Ella y yo no necesitamos hablar, por lo menos no encontrarnos en medio de esa pátina falsa de los diálogos, ésos que siempre decaen y cuajan y se despeñan cuando uno de los dos empieza a hacer como que escucha. Esos métodos, esa vocalización decidimos desecharla para una segunda vez de conocernos.
Pasamos a los monlógos entrecortados y heridos. Sollozantes y llenos de onomatopeyas ríspidas y deseosas de un complemento que redondeara esos agudos bordes de lo omitido, nos heríamos un poco buscando completar. Desconocidos, fallamos, fallamos y quisimos seguir estando juntos: fué entonces que cuando quisimos despedirnos del habla, inevitablemente se imantaron los cuerpos.
Raudos. Las extremidades se buscaban enraizar para tatuar en el otro una serena coreografía del testamento diario. Los diálogos se volvieron rozaduras y raspones, a veces, cuando felizmente el día había sido placentero, en aplausos. Los torsos, ávidos de empatarse, a veces seguían otra ruta distinta a la de las otras parte del cuerpo. A veces pienso que éstos intercambiaban y se untaban los imperiosos anhelos y las necesarias obsesiones. Otras tantas veces, furiosos de la oquedad de sus encuentros, se alineaban puntualmente para permitir que el resto se encontrara en los dos ejes.
Pero los cuerpos cansan y, como el diálogo agotado, duelen. Entonces evitar el dolor porque eternos miedosos nos encontramos lejos de donde queremos estar, jalando y jadeando en un bucle imperfecto que nos regresa cada noche a su casa. Temerosos de la ausencia, temerosos de la presencia, cerramos los ojos y abrimos las fosas. Lúcidos nasales, comenzamos a conocernos por una orografía perdida entre cada pliegue. Lo íntimo y lo secreto se descubrían con tal facilidad que las lágrimas se apretaban para salir. Y entonces oler las lágrimas del otro que eran como disculpas que se deponen y huele cada una a menos comprensión de la otra. Minuciosos, debimos estar meses descubriéndonos entre esas ciegas adivinanzas. Es entonces cuando surgió el mapa o lo que llamamos cómplices el "mapa". Caídas y pisoteadas las palabras, las imágenes y los contactos, ella empezaba a desdibujarse de mi memoria pero crecía radialmente en mi deseo. Su figura, su voz, sus palabras, sus olores se sustituyeron lentamente en otro lado como un mapa. El mapa era un tanto etéreo, profundo e imperturbable: viscoso, tal vez, pero definitivo y permanente, eso me quedó claro.
Seguimos el juego de los olores hasta desvanecer o cansar lo suficiente. Entonces vino el juego de las impercepciones, de lo inmóvil. De lo sutil y de lo posible. Tal vez medíamos lo que no ha hecho el otro, contrario a pensar lo que estaba haciendo. Cada uno, sin saber del otro, construía las acciones siguientes del otro. Y es que el mapa se agudizaba y definía con infinita precisión con cada trazo o acto imposible de comprobar. Hasta entonces supe que no nos necesitábamos, que ese mapa la habría sustituído y que su perpetuidad era más clara que cualquier otra manera de conocerla. Independiente, libre y, por fin, desatado de ella, pude abrir los ojos con cierta certeza: ella no estaría ahí.
jueves, abril 26, 2007
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