jueves, septiembre 13, 2012

Dies irae

La ira no puede domesticarse. Muchos talantes se han desvencijado al siquiera intentar habituarse a un perpetuo estado de ira. Claro, todos proponen que es un estado similar a la vecina locura, pero no podrían estar más en la sinrazón : la ira es un estado que pocos podemos tocar en estado puro.

 

Revolución entrañable que amasija y estira los hilos de la voluntad hasta tensarlos vibrantes, listos para resonar y replicar a cualquier estímulo. Viola nerviosa y quisquillosa. ¿Dónde se esconden los mullidos modales en la ira? ¿Acaso de enmadejan y precipitan mientras fluye el colirio biliar? En la ira no se absorbe, todo choque inelástico y neurótico. Refracción aumentada de lo que te ofrece el que se atreve a la colisión. Acción-reacción pura y dura.

 

En ese estado erizo y globular, de mínima topografía se tiende a geometrías simples, ángulos agudos y reflexiones obtusas. Agudeces irrepetibles se han emitido desde la ira pura, desde la eyección de las revelaciones sin filtro. No hay más que sanguíneo.

 

Acceder a la ira en crudo no es cosa de inmediateces. La ruta se cultiva con lo más selecto de las pifias propias, el absurdo desafortunado, y la mezquindad humana. Se pasan por cedazo cientos de malestares inconscientes hasta dejar los guijarrosos e indisolubles: sólo esos pueden marcar el sendero furibundo.

 

He accedido a la ira con ánimo exploratorio, exánime, desidioso e inclusive, alguna vez, sin notarlo. Algunos dicen que de ahí, nunca he regresado.

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