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El Domingo tuve un radio sensible. Cuando alguien entraba en mi radio sensible era lícito ponerle una cara de malgusto o insinuarle una cantidad infinita de odio, así nomás, como si tuviera rabia radial. Este radio era inexpansible, por más que buscaba vilipendiar a alguien fuera de él no podía lograrlo (aunque tampoco era yo la bondad diametral hecha hombre, hay que ser francos). Simplemente se había concentrado el odio cotidiano en un espacio definido, lo más cercano que yo estaré a cualquier rasgo de inteligencia emocional fué la experiencia de esa contención absoluta de los sentmimientos destructivos que se apilaron en un área tan definida y a la vez tan pluridireccional. No me sentía rodeado, sino reodiado. La hora de la comida fué toda una hazaña, la sarta de preguntas a las que tuve que responder desde la cocina fueron muchas ("No papá hoy creeme que no quiero comer junto a mi hermanito") y sin embargo las sentí benignas excepto cuando se iban acercando, ahí les encontraba otro sentido, un sentido morboso y malintencionado.
Era mi odio y estaba encerrado, no podía sino disfrutar su estrecho alcance y entregarme entero a interactuar con nada, no me podía permitir que los efectos de mi radio, que el odio que tanto trabajo me había costado contener, se empezara a desperdigar por el mundo. Tampoco permití a algún amigo acercarse o siquiera inquirir sobre él. mi amigo, ofendido, optó por empezar él mismo juntar envidia, para hacerme la copetencia.
Yo y mi diámetro infernal caminábamos cuidadosos, no quisiéramos caernos y por alguna cosa que se fracturara ese odio sombra (quiero sol) y se fragmentara o evaporara con algúna intromisión (nos cuidamos muclo en esos días de los buenos deseos, fiestas comunales y locaciones etílicas: peligrosísimos si se quiere mantener la cuadratura del círculo) bonachona o curiosa. La comida (toda ella mala y ruín, por supo-esto) no suponía sino una intrusión no deseada entre esa familia de derivaciones del odio que se empezaba a formar en mi diámetro tan constante y yo.
Si bien mi odio no crecía en área, si crecía en una dimensión aguda y exponencial, que era como sentirse inmerso en un pequeño baño de eco afilado y tenaz. El odio y yo aprendimos eventualmente a vivir juntos, yo le cedía cada día un poco de mi espacio y él se tomaba un poco más. No le dí importancia, total, nunca saldría de su circunferencia. No fué sino hasta que la molesta insistencia me hizo amenazarle, nos hicimos de palabras: El, dueño de casi toda el área, me tenía recluído en un resquicio perimetral, le dije tangencialmente y de manera secante que me dejara de nuevo en mi PI... lugar. El odio no gritó ni se estremeció, sólo se volvió más agudo e intentó ovalarse. Error, en este filoso momento me ví fuera de la frontera, diametralmente fuera de la función del odio, atrás de la mampara de la impotencia. Sólo pude verle las espaldas al odio, que, refunfuñando, fué a buscarse a otro para invadirle el perímetro, a buscarse a uno sin tendencias empáticas, pues.
martes, septiembre 23, 2003
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