domingo, diciembre 14, 2008

Némesis

"Mácula. Soberbia. Chorra. Inmunda. Estulta. Hijaputa." Y así le llenó la espalda a Esmeralda con improperios escritos en indeleble y firme caligrafía. Planas de odio que subrayaba cada vez con más fuerza hasta que la piel de ella gritaba agudeciendo cada trazo. A él, éste chillido invasor le ponía todavía más, apretando hasta la horadación el plumón para al fin dejarlo sin punta. Esmeralda ni siquiera se recoge, aunque deforme y hendida, su piel no cedió a la fractura, y la tinta se diluirá con alcohol y tiempo. Él la voltea, jadeante, y atrapa atenazando con sus dedos el lacio y rubio cabello de Esmeralda. Mientras jala hacia sí la cabellera, sus dientes rechinan fúricos de esfuerzo como si se apretaran gŕanulos de azúcar entre ellos, parte de la cabellera cede en corifeo de sonidos abotonados y graves. Esmeralda no grita, él la ve a los ojos y ella lo observa con un rictus hipnotizador: la boca entreabierta, los brazos suspendidos en arco, los ojos perdidos y desafiantes. Embrutecido, coloca sus manos sobre el cŕaneo de Esmeralda y los pulgares sobre los ojos mientras le abre las piernas que crujen lastimosas hasta obligarlas a alinearse, perdiendo el natural ángulo. Él tuerce sus prensados labios y se los relame esperando oposición. Esmeralda, entregada y dócil, no ofrece mucha más que la que opondría una manguera que se flexiona a la voluntad del dueño. Él flipa, loco y erecto por su indiferencia, la toma de los muslos y la avienta hacia un lado de la cama, la cara de Esmeralda golpea de frente el radiador del cuarto y se queda ahí, concedida a su nuevo tormento. Un olor entre acre y artificial se desprende pronto de sus mejillas. El pestilente bouquet lo pone cerca del éxtasis y brinca encima de ella. La muerde en frenesí de carroña, arrancando pedazos de su axila, de su rótula, de la base del cuello, un dedo meñique. La mastica y la escupe hasta el rugoso grito que acompaña el escupitajo final donde se destiló ya su furia, mientras eyacula sobre la aparrillada, exánime e imperturbable cara de Esmeralda. Descargado y liviano, se sienta sobre su espalda, la cual cruje y se queja largamente, como si se desinflara bajo el nuevo peso. Ambos están satisfechos, ambos cumplieron la cuota del coito.

Él se disculpa mientras le da unas ligeras nalgadas, le dice que ha sido magnífica, que nadie sino ella podría darle ésto. La ayuda a levantarse, la lleva al baño con dificultad y paso lento, ahí él se paternaliza y la baña lento en la tina, con agua tibia, cuidadosísimo de la temperatura. La limpia con varias y asignadas toallas, le seca el cabello mientras le habla de su rural infancia. La peina con rizador mientra surca con los dedos el cremoso mousse blanco, justo como el que usaba su madre. La viste ajustada con un camisón de fina seda blanca, y aprovecha la ruta de sus manos para besar y acariciar con premura y delicia las nuevas cicatrices a las que se tendrá que acostumbrar. Todo esto ante la más devota sedición de Esmeralda, cuya postura ante tal rito sigue siendo poco menos que inerte y flácida. En acto sustancial y de reconciliación última, él la maquilla con diligencia, labial y mucho chapete. Al terminar su rito y chulearla, le besa tímido y tierno la frente.

Regresan al cuarto, él abre la puerta del armario: ahí abierto se encuentra el estuche aterciopelado que contiene y tornea perfectamente la figura de Esmeralda. Él la inserta, cuidadoso, conforme. El estuche y ella descansan sobre la pared mientras él cierra con cuidado la puerta del armario. Baja la vista sonriente, complacido, agotado. Dice en voz baja: "Buenas noches. Tal vez mañana lo hagamos de nuevo".

1 comentario:

Anónimo dijo...

Quel beau solitaire...