jueves, abril 30, 2009

Nomás un puño de tierra...

El Sin Nombre se apea al fin en la sospechosa tierra colorada. Fueron tres semanas de camino y su caballo jadea y rebufa de cansancio y sed. Aunque el color parece bueno y rijoso sigue desconfiado: los cascos de su caballo sugirieron que esta tierra es compacta y rígida, pero eso puede ser porque siguió las rutas comunales, las veredas violadas miles de veces por el tránsito de los arrieros y los capataces. Tal vez si se adentra más al desierto encuentre la grumatura correcta. El caballo rebufa largo y lenguoso, y le muestra su lija que imlora agua. Esto sólo le hace desconfiar más y tira el pitillo del cigarro lejos. Es necesario que su boca, nariz y manos queden libres para el ausculto. El Sin nombre se arrodilla ceremonialmente en un paraje cercano a la vereda, hunde sus manos abiertas en la tierra, la hurga profundo como si buscara una moneda de oro, luego con palmas abiertas para lograrse un camafeo que le haga ganarse una dama, luego con los puños cerrados para encontrar redención. La tierra cruje largo y los terrones se desgranan al juego armónico de sus dedos. El Sin Nombre desespera y se lleva un puño de tierra a la boca, primero se relame los dedos lodosos deste adobe primitivo que se formó con su saliva, luego, con lágrimas en los ojos empieza a masticarla con ritmo apesumbrado. Primero abre los ojos,para luego exprimirlos y éstos gestos se desbordan en líquido hasta las comisuras de su boca para la suma fútil de sal con sal. Nublado de posible y última meta, vislumbra tres figuras que a cada paso ganan silueta, forma y especie. Tres hombres lo observan desde el otro lado del paraje anopalado y veteado de marcas de arroyos de los cuales no se podría adivinar el sentido en el que fluyesen. Piensa El Sin Nombre justo esta imposibilidad cuando las siluetas carcajean anchamente y lo apuntan con mofa. El Sin Nombre sabe que sólo hombres con vértice y origen pueden darse el lujo de encontrar, como ahora encuentran humor en su variopinta busca. La interrupción de los hombres con-centrados siempre le han hecho perder tiempo para valorar la tierra. Sabe que lo llaman loco, perdido, tragapolvo, lamepiedras. Así viaje por semanas a El Sin Nombre siempre le antecede su carta de locura, y él no puede contestar nada: no tiene idioma propio con el cual le entiendan lo que busca pero comprende la burla en todas las lenguas que se le han atravesado, para luego olvidar ambas, porque el siguiente lote de tierra tal vez. Los hombres se retiran, alegres y anecdóticos. El Sin Nombre escupe la tierra para luego quitarse la camisa y entregarse en pecho al suelo, el oído pegado al piso busca un latido del extenso acarminado y se suelta todo en cuerpo hacia el primer retumbo que lo acoge. Tal vez esto debió ser el primer placer, como estar dentro de su madre, antes del primer dolor, el ser parido, pero en él el primer dolor se agudizó. Ese primer dolor lo acompaña en cada paso de su perpetuo viaje.

El Sin Nombre despierta cuando un chaparrón deslava sus amnióticas costras, por fin complacido por el gusto, el tacto, oído, color y aroma desta tierra roja que no tiene más que ser. Porque nunca otra tierra pasó por sus sentidos sin que él dudara y finalmente concluyera que ahí no empezó su viaje. El Sin Nombre está convencido y chapotea y grita como loco porque llegó, porque al fin tiene centro, porque aquí sabe a propio, gusta a suyo y huele a Sin-Nombredez. Exaltado y eufórico, El Sin Nombre corre entre los tímidos espejos de agua que ahora aparecen como danza de millones de cristales fortuitos, se ve la cara en uno de ellos y, convencido de que es hora de empezar las búsquedas desde aquí y con las dádivas sublimes de encontrar y poseer, ya piensa questa cara merece un nombre. Decide ir por la navaja que está en los fardos del caballos, corre hacia el caballo que bebe hundido en un ojo de agua y sin enterarse del próximo Con Nombre que surgirá en un momento. Todavía Sin Nombre busca entre sus cosas el filo de bautizo cuando encuentra la caja de latón de su madre, su única pista original. Decidido, la toma y la abre para regresar su contenido errante al sitio original, observa el ínfimo puño de tierra que ocupa todavía una esquina de la caja: es del mismo color de la que pisa. Feliz y congruente, la huele, y su aroma se mezcla amable con las polvaredas que se levantan en los alrededores. Al tomarla con la mano, la textura lo recibe como el lecho donde pasó la noche, la similitud es inconfundible. La lame y se encuentra de nuevo lloroso y lodoso, con la misma costra sangrienta y adobosa que cubre ahora todo su cuerpo. La estruja y ésta le responde con un latido igual que el golpe de las gruesas gotas de lluvia que caen violentando el terreno a su alrededor. Justo piensa en eso cuando cae una gota sobre el último puño de tierra original, y éste se queda impertérito e igual, más gotas atacan su mano y éstas salen, inmutadas, de su puño, rechazando aparearse con la tierra invitada. Incrédulo y nervioso, toma con la otra mano un puño de tierra del paraje, levanta ambas manos, y las abre al juicio del cielo. El Sin Nombre se sabe que sigue anónimo y llora sollozando como infante cuando las baja y de ellas sólo queda entera, como una torre inamovible, el puñado de la tierra original, mientras que en la otra el edificio se deslava y se escurre, disolviéndose entre sus dedos. Así, rápido, como se escapan de pronto las verdades.

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