martes, febrero 07, 2017

Un toque de sacrificio

La furia ocupando el púlpito. Los puños por lo alto hilvanando una nube invisible mientras el Padre Joaquín lazaba los bajos deseos de sus feligreses en espera de que eclosionara alguna mansedumbre inmadura. Avezado, rascaba el hilo invisible de la posible consecuencia más que masajear el nervio de la culpa que trae ataviado tantas horas de confesionario. Con prisa contaba a los atónitos feligreses que seguían sus manos drosofílicas como siguiendo la solución a un laberinto sutil e invisible, esa caterva de aturdidos que alegremente aceptarán primero a la dádiva de generoso diezmo y luego, póstuma una invitación corta,  exclusiva  y discreta del Padre al plan que, nunca sabrían, los consumiría en múltiples horas miserables, quizá por tiempo indeterminado.

La septena arribó días más tarde al punto acordado. Cada uno con un objeto y múltiples dudas, todas reducidas a débiles anécdotas por la intervención siempre oportuna del Padre Joaquín que qué-bonito-te-dice-las-cosas-como-si-supiera-lo-que-sientes-pero-llega-a-un-lugar-distinto-que-uno-verdadedios los citó habiéndolos presentado pecados por delante y nombres de pila sin decoraciones ni apellidos, que también anónima es la obra del señor. El Padre Joaquín, fuera de sotanas y encubierto de civil procedió a darles largas instrucciones sobre el uso de los objetos: blandir, apaelar, lanzar, golpear, correr, robar, capturar fueron algunos de los verbos que más sorpresa arrojaban sobre la misión sagrada de estos elegidos, cuyas lacónicas y dubitativas miradas fueron rápidamente apacigadas por un vitriólico discurso del Padre que los instigaba a acabar con un próximo enemigo. Ninguno claudicó, por el contrario, se colocaron y ajustaron firmes los objetos al cuerpo, a veces cubriendo el pecho entero, a veces únicamente la cabeza, pero más incomprensible parafernalia era aquella abultada extensión de los puños. La preocupación escaló cuando el Padre les advirtió que sólo a uno a la vez se le permitiría utilizar el grueso palo como recurso para corresponder a las hostilidades.

Llegamos a una especie de coliseo, donde caprichosos pasillos de arena formaban una figura de balanza invertida con plataformas en cada vértice acusando un complejo rito, posiblemente pagano y lejano al credo de los gladiadores del Padre Joaquín. No hacían cuadrar todavía el sospechosamente circular altar de tierra al centro del coliseo cuando detrás del pequeño páramo se asomó un grupo equinumérico de hombres, enfundados en aparatos similares a los que ellos portaban. El escarceo y la confusión de las miradas hizo evidente que tenían infundidas las mismas intenciones nada halagüeñas. Uno de ellos, cenizo y acusando canas se acercó al altar, donde el Padre Joaquín acudió e intercambiaron amenazas inaudibles. Hecho el contrato y aproximándose el momento de finiquitar este culto, el Padre los acomodó en una figura casi pentagrámica donde quedase una persona en cada una de las plataformas y uno, seguramente el primero del sacrificio en la cumbre del altar de tierra. Un hombre del bando opuesto, formido y con un casco con claras muestras de múltiples batallas tomó el palo prohibido y se acercó a la plataforma más excéntrica, donde también se había colocado el Padre Joaquín, ahora colocado con armadura de pecho se puso en cuclillas, seguramente para ser el primer cordero de sacrificio y dar la muestra, se colocó una rejilla ceremonial en la cara y una extensión de puño. El hombre con el palo lo alzó amenazante por encima de la cabeza del Padre Joaquín, observando absorto al enemigo sobre el altar. Aquí empezaba el apocalipsis, el Padre Joaquín soltó un largo alarido:


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