domingo, enero 14, 2007

Castidad.

Laura no le cedía ni un resquicio del ojo. Lo compartido, lo suyo, ahora deshebrado, yacìa entreverado en sus pies, atascando cualquier posibilidad de desentendimiento. Ambos, volteando cada uno hacia su tocador, buscaban frenèticamente comprobar la impostura del otro, intuir la lectura de un signo inequívoco de la ausencia de diálogo. Emprender, pues, el monólogo oscilante del tachoneo de la memoria.

Guillermo no cedería, empeñado en su rictus medular, con la espalda encuñada, recta, semejando, a su modo, una torre de voluntad. No cedería, nunca, a multiplicarse: No con Laura. Laura que sería entonces Laura-para-el-hijo. Laura que indómita perpetua, desvencijaría su voluntad ante los caprichos del neonato. ¿Qué no es aquello salvarla, conservarla, mantenerla impoluta en su halo de indetección? ¿Acaso ella no se sabía como perfecta anónima? Guillermo golpea con los dedos, rítmicamente, sobre el tocador, arrastrando secretamente una respuesta sin formular, o formulándola involuntariamente en ella. Busca por ùltima vez la mirada agarrosa y destartalada de Laura, busca asir sus pupilas hacia el encuentro de una tétrada irisada, logra frisar débilmente su perfil etéreo, deslavado de lágrimas.

Harto de estas vastas nimiedades, atora la voluntad hacia la mano, conduciéndola hacia la pluma en el cajón, anota y, decidido a dilapidarla, le deja la nota a un lado de su tocador. El, siempre resuelto, entrega el aforismo y sonríe al entregarse al exilio del cuarto.

Ella, hurgando todavía sus entrañas, devanándose en alter-mundis improbables, robándole tiempo a la desesperanza para continuar la fútil búsqueda de un vástago, toma la nota, lee:

"Entia non sunt multiplicanda praeter necessitatem"


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