domingo, marzo 25, 2007

Versión beta

Nunca empiezo los textos desde el título, siempre sucede que no sé cómo se decide uno a montarle tremendo estigma a un pedazo de texto. Hoy lo escribo regodeándome de algo sobre lo que sí tengo un poco más de certidumbre: seguro de que un texto jamás está terminado. A veces el texto se escribe parsimonioso y festivo, casi rítmico entre las acciones y los actores, con alguna cuña subjetiva y desplazamiento o introspección o (por definir). Así, porque éste texto está incompleto, siempre, usted, aquí, decide cómo se montan las frases y los verbos y los adeverbios y los entornos. Usted simplemente decide cuál enunciado exaltar o qué metáfora destituirá toda esa arquitectura que por lo menos es falaz porque temporal y ficticia. Ya decides brincar esta frase. Y puedes decidir brincar ésta otra. Y yo seguir intentando que la leas sin que mucho pueda hacer sino alimentar tu hambre de texto e incluir, de manera amañada, otro párrafo.

Es importante decir en la primera frase lo poco que importa la misma, que se nulifique y sea tosca o burda, alimentando tu ímpetu de redimir el texto en alguna frase o resquicio de metadiégesis posterior. A veces se rumora que los mejores textos son aquellos que se "leen entre líneas". Es decir: el mejor texto es aquel que atrapa el intertexto, el que omite lo suficiente y se autorestringe de aquella pléyade de hiperdescripciones posibles. El que permite al lector hacer su el texto propio e íntimo. Como conclusión chocante, podríamos decir que el mejor texto es el que nunca está escrito.

Siempre los textos presentan altibajos, es decir, pocos textos (exceptuando la poesía) se pueden sostener en cada enunciado luchando contra la gravitación de lo inane. Y es que la construcción de textos redondeados y carismáticos, saturados y profusos de significado puede destituir y hacer competir ferozmente las sentencias dentro del mismo. El texto voráz, desgarrante y agudo, entonces, comete en cada línea una autofagia: una sobreescritura, pretende, contra sí mismo, desvirtuar lo leído para sustituirse contínuamente. El texto perfecto, entonces, se despedazaría al chocar contra sí mismo, los resquicios flotando el un mar saturado de paradojas.

Entonces, ¿Qué nos queda por (d) escribir? A veces escribir es como desterrar un poco las palabras que nos sobran. Es mentir y editar y parchar con el inconexo y estéril vocabulario un imaginario de desechos. El texto, aunque siempre malparido, no puede escaparse de la intervención o del rechazo del autor, de la burda acronimia del uso de las palabras ni del la propia descompresión del receptor. Es usted, el lector, quien lo hace, es usted quien lo arma, es usted quien lo mitifica y lo arruga y lo prensa como obligándolo a entrar en ranuras para las que no fue escrito. Es por eso que, como lectores, buscamos los textos que rasgen menos las ligaduras de la memoria. Yo, al escribr, deshecho, usted, al atrapar ésto, adapta. Al texto, como víctima intermedia, sólo le toca esperar, y mientras más tiempo pase, más agudos y brillantes se vuelven los ángulos del idioma y más dolorosa será su asimilación. Leer duele, leer obsolescencia duele más.

Al escribir estas líneas, raspo las teclas como desgajando la imposibilidad de decir con la torpe necesidad de hacer. El texto, para el autor, es la dilución de lo posible. Es transcribir a signos comunes la rebaba de mi intención original. El texto, como homúnculo deformado y abollado entre 24 letras, nace informe (para mí) y a la vez preformado (para usted). Por eso usted lo lee y desaprueba y aprueba: porque la imposibilidad de saberlo completo al autor está siempre itinerante o vibrante. Leer entonces es como operar el motor en reversa. Porque usted sólo lee el diezmo y, sin embargo, podría llenar un cuarto con sus conclusiones. Usted lo lee porque sabe que un texto no compone ni codifica en realidad esas hilaciones que claramente se apilan en su cabeza. El texto no es puente entre autor y lector, el texto no es nada sino un espejo donde la historia y el hallazgo es usted mismo, y uno, cuando desaprueba u odia o despotrica contra lo que lee, puede dispensar la monserga hacia otra vaga y aislada persona. El texto es un espejo en ángulo, terciando las responsabilidades cuando uno se mira sí mismo de reojo. El texto, entonces, varía tanto como usted, por eso nunca está terminado, está interrumpido y reconstruyéndose , está en una eterna y cíclica versión beta.