sábado, agosto 11, 2012

Emolumento

Faltaban sólo unos días para saberlo todo. Las tarjetas con notas que, manchadas de labial incitaban a un doble juego de memoria: uno de ellos voluptuoso, sensorial, y el otro secuencial y deductivo, yacían en el piso en desdibujado solitario. Faltaba nada, meses de hurgar y de masticar preguntas hasta volverlas cacofonías precipitadas en un tarjetón rígido. A veces, mientras fumaba un pitillo, acariciaba los bordes sin cesar, dejando un par de ellas con las esquinas redondeadas, porque el desgasta y el desbaste es el segue de cualquier obsesión. Y éste, sobre todo éste, no lograba escaparse de tal dominio de la psique. 

¿Por qué se dejo engatusar así? ¿Cómo permitió que llegase hasta este punto? Estas preguntas no necesitaban marcarse en una tarjeta, estaban más bien siempre brincando entre las puntas amarillas y nicotinosas de sus dedos, esperando tal vez brincar a otro insospechado dueño o bien, dirigir los dedos hacia un movimiento involuntario y reflejo. Así mosquean este tipo de dudas: mosquean hasta que notas el piquete y entonces la respuesta ya se había presentado.

 

Al principio parecía un trabajo común. Mierda, al principio todos los trabajos le parecen comunes hasta que cae la primera mentira, y entonces hay que trabajar para dos jefes: la petición original y la desmentira. Trataba de recordar si en los primeros días se daba tanto al cinismo y a la mera supervivencia. Había perdido la cuenta de cuántos, al interrogarlos, enmadejaban al mismo tiempo la historia-que-te-cuentan y la historia-que-sustituyen. Siendo así, no tenía caso volverles a preguntar: la primera ya había sustituido a la segunda, acaso algo demasiado humano. Era mejor revisar los registros de la ciudad, preguntar a sus parientes y amigos, obtener la historia perdida y registrarla en una tarjeta, sostenerla entre sus labios mientras la acomoda adecuadamente al lado de las que le otorguen sentido. A final de cuentas la mierda flota y impartiría justicia de una manera que a la ley le es imposible: expedita, sin piedad, inolvidable. Daba una calada a su cigarro mientras el cliente entraba con cara temerosa (¿Acaso no entran todos así?), lo apaga entre sus dedos mientras empuja una pila de tarjetones a un lado, cayendo en cualquier cajón del archivero. Sosteniendo la mirada del cliente que se aproxima con la garganta temblorosa, la voz envejecida y listo para pedir un favor. Siempre quieren que sea un favor, como si no concibieran que este trabajo es un trabajo real. Más vale que le digas la verdad, conoce tus pecados, y sabes que puede ayudarte, deshilvanada entre sus eternas tarjetas se conoce la historia completa. Hoy podría absolverte. Hoy es tu Dios.

 

Es la bibliotecaria.

 

 





 

1 comentario:

Anónimo dijo...

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